Fui aquella chica que intenta pasar desapercibida, que habla lo justo con aquellas personas que no forman parte de su grupo pero acaba llevándose, medio bien con todo el mundo porque, probablemente, pocas personas habían cruzado con ella más de dos frases.
Y vi experiencias bastante peores que la mía, personas cuya ansiedad se traducía en una mala relación con la comida, que se enfrentaba a otros grupos porque no respetaban su forma de manifestarse, que recibieron malos tratos por parte del alumnado o, incluso del profesorado...
Y, ahora, dos carreras, un posgrado y decenas de cursos después, vuelvo a unas aulas en las que el alumnado está más perdido e indefenso que en mi época; que manifiesta sus emociones de tantas maneras que pueden derramar sangre; que sufre la incomprensión a todas horas pues las redes no dan tregua; que se enfrentan a un sistema educativo que no deja de cambiarle el nombre al mismo sistema y no se adapta al paso del tiempo...
Y escucho las ganas que tienen de dejar todo esto atrás, y se que no querrán volver a estos pasillos, a estas emociones, a estos miedos, inseguridades, necesidad de aceptación, preocupación por el fracaso o estrés porque llamen fracaso a lo que ellos consideran un logro...
Hoy, mi misión, es ayudar a que no todos los recuerdos sean estresantes, a que haya olores a los que sí quieran volver, a ofrecer un lugar seguro en el que ser ellas y ellos mismos. Darles referentes que necesitan, espacio para expresarse, rincones donde relajarse, momentos en los que aprender, tiempo para seguir jugando, herramientas para afrontar las cuestas que nos pone la vida, formas de disfrutarla sin peligro...
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